Seguidores

martes, 3 de enero de 2012

099 Real Zaragoza

Y de repente, se levantó zaragocista. No era la primera vez, le sucedía a menudo, muchas mañanas de lunes, con el conocimiento del resultado del domingo por la tarde. Le gustaba.
Era la sensación de estar defendiendo los colores del equipo de su ciudad, de su región, de su tierra. Le gustaba sentirse afortunado, siendo de un equipo humilde, lejos de los convencionalismos del pueblo. Era muy fácil por aquél entonces hacerse del Real Madrid, fue muy fácil años atrás hacerse del Barça. Pero él, seguía fiel a sus colores, a unos colores que a buen seguro, nunca le darían la Copa de Europa, pero eran los colores que sentía.
Llegaba a su clase, y todos estaban felices. Claro, eran del Real Madrid, del de Zidane, del de Figo, del de Raúl, el que ese año ganaría la Copa de Europa con un gol antológico de Zidane. Nunca se veían caras tristes en aquellos sus compañeros. En las inmortales discusiones futbolísticas, sus argumentos no podían equiparar los de sus amigos; claro, si su súper-equipo perdía, siempre les quedaba la excusa de que iban primeros, de que tenían a los mejores, de que eran los que más títulos tenían, etc.
Y él, nunca les podía llevar la contraria. Su Zaragoza no iba primero, estaba en Segunda. Su Zaragoza no tenía a Zidane, tenía a Cani. Su Zaragoza no tenía 9 Copas de Europa, tenia 5 Copas del Rey, de las cuales el había visto sólo una.
Y a pesar de todo siguió queriendo ser zaragocista. Para él no era apoyar un equipo como hacían sus compañeros, para él era un sentimiento. Una forma de vida, una manera de entender el mundo del fútbol. Un mundo alejado de las modas, un mundo que vivía en segunda. Porque la realidad era cruda, muy cruda. Su equipo se paseaba por campos como el del Leganés o el del Terrasa, mientras el equipo de sus amigos viajaba por toda Europa, tomando las fortalezas de San Siro, Old Trafford, Olympiastadion de Munich...
Y a pesar de todo, se levantaba cada mañana zaragocista, y se sentía de verdad zaragocista los lunes después de la victoria de su equipo. Llegaba a su clase con la sonrisa nueva, con una cara que emanaba felicidad. El ascenso más cerca, mientras ellos, aquellos que prefirieron el camino fácil, levantaban su novena Copa de Europa.
Los años pasaban, y volvió a ver un partido del Zaragoza en primera, en La Romareda. Él, que había empezado a visitarla cuando tenía 10 años, el año que el Zaragoza ganó la quinta; él, que había viajado a Leganés con la esperanza de un ascenso seguro, a 40 ºC a la sombra.
No tardó en sufrir. Un equipo de jóvenes promesas, que estuvo toda la temporada luchando por no descender, era su equipo.
Hasta que llegó ese día. El día de la Final de la Copa del Rey 2004. Era el Real Madrid el rival, el Real Madrid de sus compañeros, el Real Madrid que practicaba el fútbol antológico y fantasioso que enamoró a toda Europa.
Sus amigos se rieron. Asumieron que el gran Madrid ganaría la Copa. Le instaron a resignarse a las marsellesas de Zidane. No lo hizo. Tuvo que aguantar todo tipo de burlas y bromas, todo tipo de porras dolorosas en las que siempre se incluía una goleada cuando no un gol en propia meta de Toledo.
Lo que ellos no sabían, es que la fuerza de un pueblo, la fuerza de un sentimiento, empujaba al equipo de su ciudad. El sí lo sabía. Por eso hizo oídos sordos. Por eso no quiso mirar la clasificación, ni las eliminatorias de la Champions. Ni siquiera leyó el periódico en los días previos. Cada mañana previa a la final se levantaba más zaragocista que nunca, su sentimiento inundaba su corazón, que en la víspera era blanco y azul.
Descontaba las horas para que empezara el partido. Como siempre, Carrusel, palomitas, patatas, aperitivos variados, para vivir a su equipo. Para que él y el Zaragoza fueran uno sólo.
Concentró toda su energía en su equipo. Deseaba que ganara, ahora no importaba lo que dijeran, ahora importaba que su equipo venciera para sentirse feliz. Pero la cosa empezó mal: Beckham era el mejor lanzando faltas. Jarro de agua fría. Se imaginó como sus colegas al día siguiente se reirían de su ingenuidad. Pero vió el partido. Y estaba para remotarlo. Que importaban ya las Copas de Europa, o los Zidanes, en el campo eran uno contra otro.
Primero Dani, luego Villa, y su rabia, su alegría contenida, se desbordó. Por unos momentos fue el chico más feliz del mundo. Luego llegaría la segunda parte y el gol de Roberto Carlos.
La prórroga, las uñas acabadas, la comida también, no se podía sentar, daba vueltas y se enfurecía con cualquier decisión arbitral. Y ahí llegó Galletti.
Fue como una explosión. Perdió la noción del tiempo. Sólo oía la voz de Manolo Lama gritar gol, sólo veía a la grada en Montjuic celebrando el golazo. Celebrando el triunfo. Ni siquiera gritó. Se quedó sentado, perplejo, casi sin creérselo. Lo celebró por dentro. No tenía fuerzas para expresar lo que sentía. Fue ahí, sentado en el sofá de su casa, con la cara de un padre que acaba de ver a su hijo recién nacido, cuando se sintió feliz. Cuando se sintió zaragocista de arriba abajo.
Al día siguiente sus amigos se excusarían con los títulos y la Liga. Él sabía, que se lo perderían, que nunca sabrían lo que es ganar un título al mejor equipo del mundo cuando eres humilde. Por eso nunca serán tan felices con el fútbol, de como lo será él con cada título de su equipo.
Se fue a la cama, al día siguiente no importaría nada. Esa noche, soñó con Galletti, Villa, Movilla, Milito, Álvaro, Láinez, Savio...

1 comentario:

  1. sin palabras... incredibol, pero del todo, para uno que estuvo en Leganes y en la final de montjuic, y en la de la cartuja y en la del bernabeu... lagrimas, que lo sepas

    ResponderEliminar